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TEXTOS DE EXAMEN-2

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Henos aquí  en mitad de la canícula y quizá de nuestras vacaciones. O sea, justo en esos días con los que soñamos el resto del año. Un tiempo de sensualidad en el que decidimos mimar nuestro cuerpo: la gozosa  pereza de levantarse tarde, el placer de comer y beber con cierto exceso, el gustito de sentir la frialdad del agua por encima de nuestra piel recalentada. Todo perfecto, salvo por esa tonta tendencia que padecemos los humanos a sentirnos insatisfechos con lo que tenemos y a fastidiarnos el presente con cualquier  fruslería. Como decía John Lennon, la vida es eso  que sucede mientras nosotros nos dedicamos a otra cosa.

Y esa  otra cosa puede ser  una estupidez. El otro día vi a una chica treintañera en una playa cubierta con una camisola hasta las rodillas. "¡Que no, que no me quedo en bañador, que  estoy muy gorda!", decía con exasperación a sus amigas. No sé qué está pasando  en España con el cuerpo: somos el primer país de Europa y el tercero del mundo en operaciones de cirugía estética  . Se diría que no conseguimos aceptarnos como somos. Por añadidura, la obsesión por la delgadez es un malentendido mundial. Hace unos meses, una revista femenina australiana publicó las fotos de cuatro chicas con tipos distintos y los lectores tuvieron que elegir el cuerpo ideal. La mayoría de los hombres eligieron a una joven que  había sido descrita como "con sobrepeso" por el 85% de las mujeres. Y la modelo que recibió la gran mayoría de los votos femeninos sólo obtuvo un 19% de los votos masculinos: la chica era un espárrago. No sabemos vernos, de la misma manera que no sabemos apreciar el presente en toda su riqueza e intensidad. ¿Un cuerpo gordo? No, un cuerpo sano, una realidad apacible, un momento feliz. Déjate de pamemas y disfruta el regalo de esta vida dulce que te late en las venas. Porque luego se  acaba.

ROSA MONTERO, El País, 29 de julio de 2008

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Muchos desaprensivos han convertido Interné -y muy especialmente las sarcásticamente denominadas ‘redes sociales’- en una mezcla de vomitorio y patíbulo en el que  escupen su odio, propagan calumnias y dan rienda a sus más abyectos instintos. Cada vez con mayor  asiduidad, conocemos casos de personas convertidas en alimañas que desde Interné se regocijan con la desgracia ajena, profieren las amenazas más canallescas y las injurias más sórdidas. También son frecuentes los casos de personalidades públicas que denuncian sufrir acoso a través de las redes sociales, o persecución de tarados que los vituperan de los modos más furiosos.

Este fenómeno nos enfrenta con el aspecto más depravado de la naturaleza humana. Si  para amar necesitamos conocer a la persona amada  , para odiar tan sólo necesitamos cosificar a la persona odiada, convertirla en una abstracción, reducirla a una caricatura, a un pelele, a un garabato. Si el amor demanda paciencia y dedicación, el odio precisa urgencia y juicio sumarísimo. El amor es exigente y abnegado, porque abraza la miseria y el dolor ajenos; porque exige que nos fundamos con el cuerpo del prójimo, que  nos zambullamos en su alma, hasta amalgamarnos por completo con él  . El amor tiene una visión ensimismada y microscópica del prójimo que  se fija en los detalles más menudos hasta llegar a comprenderlos; el odio, en cambio, tiene una visión panorámica y cenital que prescinde de los matices y se conforma con las simplificaciones. El odio puede ignorar  tan campante a la persona concreta  sobre la que se proyecta, así como sus circunstancias, puede despedazar su carne y triturar su alma hasta convertirlos en un gurruño o en una entelequia. Sin duda, el odio es una pasión mucho menos ‘humana’ que el amor; pero, por ello mismo, más ‘natural’, más sencilla y espontánea. Y, en una época tan apresurada como la nuestra  , infinitamente más gratificante, mientras quien ama necesita no solo ser justo, sino también compasivo (pues sólo así se pueden aceptar las miserias y flaquezas del prójimo), quien  odia puede permitirse el lujo de no ser ni siquiera justo, sino tan sólo justiciero.

                                      JUAN MANUEL DE PRADA, Xl Semanal, 3 de abril de 2017

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Todos  los padres lo saben: los niños de ahora son más listos que los de antes. La propia ciencia lo avala: hace veinte años los diferentes test de inteligencia registraban para el alumno común  un resultado en torno a los 100 puntos pero actualmente son casi 120 para todos . Una quinta parte de inteligencia ha sido ganada en menos de 2 décadas. ¿Continuaremos, pues, afirmando que la especie se degrada, que la sociedad se empobrece y que el saber va de mal en peor? Los niños resultan ser más inteligentes porque crecen en un entorno más diverso y repleto que les enriquece tanto como les  exige ser más sabios. Las intrigas de los telefilmes o los videojuegos multiplican al menos por tres el grado de complejidad que veíamos, hace treinta años, en las series de TVE.

Frente al repetido diagnóstico de los adultos empeñados en descalificar a los adolescentes porque no leen, se opone la evidencia de que  el conocimiento no se obtiene ya en las profundidades de la cultura escrita  sino en las superficies del plano audiovisual. Lo superficial fue indisolublemente asociado a lo trivial y lo profundo a lo importante. Lo relevante, sin embargo, ahora es el saber extensivo, múltiple, en superficie y los posibles planes de estudio deberían tenerlo en cuenta. Hasta hace poco, podíamos decir que todo el saber se hallaba encerrado en los libros. Ahora , todo el saber que de verdad importa se encuentra en las pantallas y sus metáforas. Los adultos formados en los libros no podemos llegar a saberlo bien. Quizá no podamos llegar bien a ese saber. De hecho, cada vez mayor número de empresas de nueva planta están basando sus producciones en encuestas dirigidas a adolescentes. 

                                                                                                 VICENTE VERDÚ, El País, 26 de enero de 2006

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